En el año 2000, Terry Gilliam se embarcó en el rodaje de “El hombre que mató a Don Quijote”. Jean Rochefort, Johnny Depp y Vanessa Paradis protagonizaban la película que se empezó a rodar en Navarra; después, el rodaje se inundó literalmente por una tromba de agua en el desierto de los Monegros (donde nunca llueve); más tarde, llegó la enfermedad del protagonista, los problemas con los seguros y otro sinfín de dificultades que hicieron que el rodaje se suspendiera y, poco después, se cancelara. Al final, la única película que salió de ese rodaje fue el making-of que narró todos esos infortunios.

RodajeFoto: Hotnews

“Lost in la Mancha”, que así se llama, debería ser la película de cabecera de todos los directores y la primera clase en todas las escuelas de cine. Lo que más me impresionó en ese documental fue ver a Terry Gilliam en la debacle, contemplando cómo su película se pierde en un cúmulo de fatalidades y, aun así, nunca teniendo un gesto para prohibir o cortar el rodaje del making-of que retrataba su derrota. Allí estaba, elegante, herido pero orgulloso, como un almirante viendo su barco hundirse sin abandonar el puente de mando.

Esa memoria me viene a la cabeza cuando tengo problemas en un rodaje.

Por fortuna, todo lo que me pasa es, de momento, más leve que la tormenta que hizo flotar a todo el equipo de Gilliam en los Monegros o que la enfermedad de Rochefort que le hizo abandonar el rodaje. Me habían comentado que los actores americanos (o sus agentes) apuran hasta el final para pedir más dinero, mejores condiciones o, simplemente, un camerino privado.

Todo esto ocurrió el miércoles pasado como una coreografía perfectamente coordinada. Los agentes empezaron a mandar mails: una actriz pidió un trailer privado, viajar en la misma clase de avión que la protagonista y más dinero; la protagonista, que llevaba una semana con su contrato cerrado pero siempre con problemas a la hora de firmarlo, pedía de repente más dinero y no estaba convencida de sus fechas; solo faltaba el protagonista que, un par de horas después y como en un ataque coordinado por el estado mayor del ejército, nos mandó un e-mail educadamente redactado donde también empezaba a mostrar sus problemas. Quedaban cuatro días para empezar el rodaje, las localizaciones ya estaban cerradas, las cámaras, después de un viaje desde el estado de Nevada, ya estaban con nosotros y empezaban a llegar los camiones y furgonetas a Mayagüez para organizar toda la logística; en uno de los e-mails, el responsable del catering nos mandaba el menú de la primera semana.

Mientras los actores jóvenes nos pedían mejoras de todo tipo, el actor que queríamos que encarnara al jefe de Interpol –ese personaje que no es el protagonista pero sobre el que pivota toda la película– tampoco podía estar en el rodaje. Una operación urgente nos lo quitaba.

Deseándole lo mejor y su pronta recuperación, colgamos el teléfono. Aquí ya me acordé de Rochefort y su enfermedad y miré por la ventana a ver si venía el huracán. El sol brillaba con fuerza en la calle y entonces me di cuenta de que la tormenta no estaba fuera, la teníamos nosotros en el proyecto; el tornado amenazaba con llevarse por delante, si no la película, sí otra semana de rodaje y el dinero es un bien limitado; no podríamos seguir retrasándolo sin poner en riesgo el proyecto y, después de una semana de retraso, los riesgos empezaban a ser grandes. Hablé con los productores por teléfono y tomamos varias decisiones: no dar la caravana privada ni más dinero a la primera actriz, dar un ultimátum a la protagonista –lo acordado o nada– y buscar un sustituto para el protagonista y para el policía de la Interpol, el único que, por desgracia, tenía una razón para no estar en el rodaje.

Mientras eso pasaba en la oficina donde los e-mails iban y venían, yo iba con los jefes de equipo, localización tras localización, explicando qué quería en cada sitio, había que mantener la tensión, el equipo trabajaba a toda prisa para tenerlo todo listo el lunes, ignorando que en esos momentos aún no había actores a los que vestir, maquillar, iluminar o dirigir. El jefe de eléctricos y el dire de fotografía decidían a qué hora rodar cada secuencia y en qué orden para que la luz fuera la mejor posible. La jefa de vestuario recorría las tiendas comprando ropa para unos actores que seguían en Los Ángeles, mientras el ayudante de dirección iba recopilando toda la información, cada dato que fuera necesario, para que nada de lo que se dijera se perdiera e iba organizando las cosas para que el día de rodaje todo estuviera listo.

Un día después, desde Los Ángeles empezaron a llegar las noticias de nuestro órdago: la protagonista decidía firmar y viajar así como el actor que ahora, de repente, no tenía problemas; la otra actriz se enrocaba en su caravana privada y más dinero y, después de valorarlo con los productores y teniendo en cuenta su experiencia y la importancia de su personaje, no parecía justo que cobrara lo mismo que la protagonista y se pasó al plan B; nuevas listas de actores y actrices llegaron en los siguientes e-mails. Era jueves y rodábamos el lunes, necesitábamos a la segunda actriz para ese día. El jefe de la Interpol entraba más tarde, teníamos algo más de tiempo.

El viernes por la mañana la actriz cedió –ahora el reloj corría en su contra y (supongo que) viéndose fuera de la película y sin ningún plan mejor, aceptaba la oferta y renunciaba a sus peticiones. Miguel, el productor, dudó, pero era viernes y ya no teníamos mucho tiempo así que finalmente accedió a contratarla.

El viernes por la tarde se firmaron los contratos, se compraron los vuelos y se retrasó el inicio del rodaje al martes. El sábado, en la reunión de producción, todo el equipo se juntó para debatir los últimos detalles. El domingo llegarán los actores y el lunes, cuando esto se publique, espero estar con ellos en las pruebas de vestuario y maquillaje. Después charlaremos sobre el guión y sus personajes y yo estaré haciendo lo que más me gusta: dirigir una película. Y supongo que pensaré que siempre, después de la tormenta, llega la calma… y los actores.